Eran dos individuos perfectamente insignificantes e incapaces, cuya existencia era únicamente posible dentro de la compleja organización de las multitudes civilizadas. Pocos hombres son conscientes de que sus vidas, la propia esencia de su carácter, sus capacidades y sus audacias, son tan sólo la expresión de su confianza en la seguridad de su ambiente. El valor, la compostura, la confianza; las emociones y los principios; todos los pensamientos grandes y pequeños no son del individuo, sino de la multitud: de la multitud que cree ciegamente en la fuerza irresistible de sus instituciones y de su moral, en el poder de su policía y de su opinión. Pero el contacto con el salvajismo puro y sin mitigar, con la Naturaleza y el hombre primitivos provoca súbitas y profundas inquietudes en su corazón. A la sensación de estar aislado de la especie, a la clara percepción de la soledad de los propios pensamientos y sensaciones, a la negación de lo habitual, que es lo seguro, se añade la afirmación de lo inusual, que es lo peligroso; una intuición de cosas vagas, incontrolables y repulsivas, cuya perturbadora intrusión excita la imaginación y pone a prueba los civilizados nervios, tanto de los tontos como de los sabios.
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